martes, 3 de julio de 2012

Reflexionaba una tarde en Venezia



Mate en una parte alejada de Venezia.
Sonido de campanas, olores diversos e idiomas distintos que suenan como ecos. Algunos descifrables, otros no tanto.
Esto de viajar sola es todo un desafío. Copa de vino en un bar. Almuerzo.
Todavía no termino de entender si la distancia que se genera es real o no.
Hay un silencio en mí hoy, que costará callar luego.
El agua fluye, las gotas cantan.
Siento que cualquiera que me observe, observará nostalgia.
Hoy tengo las emociones a flor de piel.
Hay olor a agua salada.
Parece que uno a veces tuviera que regresar a los lugares en circunstancias similares porque allí se ha fijado un deseo irresuelto o anhelo. Solo que cuando uno regresa, ya no hay recuerdo del deseo y pasa desapercibido.
Hay lugares y almas con los que hemos ligado destino. Ellos vuelven, una y otra vez, para revolverse: o transitarse.
Es lo especial; y nos lo perdemos.
Asoma el sol y los pájaros cantan, instintivamente.
La naturaleza, sabia, es algo que hemos dejado de escuchar.
Los relojes internos y del alma han dejado de estar en sintonía.
Forzamos a que el tiempo adecuado no sea el natural. Queremos creer que tenemos control sobre él y solo logramos consecuencias ingratas. En vez de escuchar gritamos, y queremos dirigir una orquesta que ya suena ancestralmente a la perfección.
Arruinamos la magia de la vida. Estamos creando mentes enfermas.
La felicidad misma es la satisfacción superflua del deseo social. Los estandares de lo deseable se configuran en el software que nos instalan a medida que crecemos.
Incluso al meditar hay algo socialmente condicionado.

Desesperamos de inquietud cuando un momento que debería darnos felicidad nos llega: porque la sociedad se retuerce ante la evolución espiritual de la especie.


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